La tumba dispersa
Por Atahualpa Espinosa
Daniel Lucero, Velada, 2016.
Cada vez que alguien de la oficina cumplía años íbamos al mismo restaurante, a sólo dos cuadras. Nos separaba una avenida que estuvo en obras durante varios meses. Había que dar un rodeo en ese crucero: tocar las cuatro esquinas, en el sentido de las manecillas del reloj. En el restaurante había dos por uno en cervezas y al regresar no teníamos la misma paciencia frente a los semáforos. Varios decidimos cruzar la zona acordonada y cortar unas decenas de metros. Junto a la división de carriles centrales, al inicio de un paso a desnivel, estaba un cadáver de perro de tamaño faldero, aunque no habría sido fácil identificar su raza (o su combinación de razas), por la descomposición en sus primeras fases. Parecía una instantánea de cómo se veía al correr, en ese microsegundo en que ninguna de sus patas tocaba el piso. Le tomé una foto y volví a la oficina.
Durante los siguientes días, me acerqué varias veces a curiosear el mismo rincón y comprobaba que nadie lo había retirado. Seguí tomándole fotos, con un encuadre idéntico, en una secuencia de intervalos irregulares. En algún punto le echaron encima una capa de cal, seguramente los trabajadores de la obra. Luego, las lluvias de verano deslavaron la capa en terrones cada vez más pequeños y dispersos sobre el pequeño cadáver. Al principio me pareció ridículo (la cal no solucionaba nada e implicaba el mismo trabajo que echarlo a una bolsa y llevarlo lejos). Sólo después lo vi: abandonarlo de esa manera fue un acto sincero y amoroso. Para un perro que había vivido en la calle, era la única posible tumba.
Empecé a subir las fotos a Instagram, un poco como juego. Me despertaban una sonrisa interior las reacciones de asco o desconcierto. Aunque les seguía la corriente, con alguna respuesta irónica del estilo, algo al fondo me incomodaba, como si traicionara el vínculo que tenía con el cadáver. En medio de esas respuestas, alguien me preguntó si conocía el trabajo de Daniel Lucero. Poco después, ese alguien me compartió una carpeta:
Daniel Lucero, Conde polinizador, 2020.
Retratos (no podrían llamarse de otra forma; la forma en que aparecían les volvía personajes) de animales muertos, casi todos al centro de lo que parecía un rito funerario: pisos de tierra o roca, lecho de hojas y un marco de flores. El montaje era un recuerdo también del entorno que les esperaba para reintegrarse a él. Mientras, en las calles de la ciudad los cuerpos de animales muertos pasan a ser basura, a cielo abierto, yacen en un sarcófago de límites difusos. El perro, mi perro, seguía en el largo camino después de su muerte, a la vista de todo mundo, con el mismo anonimato que le había llevado ahí.
Cada foto era un paso diferente en su camino a la desaparición. Los cambios eran cada vez más imperceptibles, así que dejaba pasar varias semanas sin tomar una. Llegó a ser una mancha emborronada de alto contraste, casi negra en sus partes más oscuras, con mínimo espesor y al final, casi indiferenciable del asfalto. Casi punto por punto, imitaba a un vestigio paleontológico. Una parte del cadáver había sido lavada por la lluvia, hacia las acequias. Otra, desecada por el sol, fue barrida por el viento. La mayor parte de las partículas suspendidas en el aire de la ciudad proviene de los escapes de coches, fuegos caseros y chimeneas industriales. Una parte menor, de la basura y otros residuos (como el perro que, disperso en el aire, era parte de nuestra vida). Esas partículas son en buena medida responsables de fallecimientos por enfermedades respiratorias. (El perro era también parte de nuestra muerte).
En algún punto de esa temporada me corrieron del trabajo y dejé de pasar por ese crucero. Las fotos terminaron. El desempleo deja mucho tiempo libre para pensar idioteces, casi nunca de la variedad feliz. Eran días en que me preguntaba si quienes tenemos lazos tan profundos con la ciudad somos parte de ella al grado de ser también basura. Y en vida, ¿adquirimos el color del asfalto y el cemento? La semejanza del desempleo con la muerte, era inevitable, me llevaba a pensar cuánto de mí quedaría suspendido en el aire, incluso antes de morir: el polvo casero está hecho de nosotros, se sabe. Es un teaser de nuestro último día.
Daniel Lucero, Sin título, s/f.
Daniel Lucero, Aprendiendo a volar, 2020.
Eventualmente encontré otro trabajo y esas preguntas, aunque no se respondieron, pudieron silenciarse temporalmente. A veces veo una rata atropellada, como calcomanía, sobre el asfalto y le tomo una foto. Pero el efecto no basta para volver a buscarla. Pienso si lo que me unió de forma temporal a ese perro sólo puede encontrarse una vez, como si hubiera una puerta, de una sola vía, que luego se cierra definitivamente, para hacer de un animal muerto tu mascota.
Atahualpa Espinosa Magaña (Michoacán, 1980)
Es autor de los libros de cuentos Violeta intermitente (Universidad Michoacana, 2002) y El centro de un círculo imaginario (Tierra Adentro, 2007). Locutor
ocasional y programador musical independiente. Trabaja con grupos específicos en talleres de lectura, creación literaria y narrativas digitales desde 2006. Actualmente es parte del Centro de Cultura Digital y empleado de dos gatos.
Daniel Lucero (Oaxaca)
Es licenciado en Informática egresado del Instituto Tecnológico de Oaxaca y maestro en Alta Dirección de negocios UMMA Oaxaca. Ha tomado talleres de fotografía y un Diplomado en fotoperiodismo en el
Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, en Oaxaca de Juárez. Ha participado en distintas exposiciones colectivas como “Veinticuatro” Exposición colectiva de Retrato en El Tercio espacio Fotográfico, “Acercamientos al cuerpo” Exposición
colectiva en El Tercio espacio Fotográfico. “7 jóvenes fotógrafos Oaxaqueños” Exposición colectiva en Tingladography y “Muestra de fotografía Oaxaqueña en plata gelatina” en Tingladography.